Mérida, desde siglos pasados, se concibió como la ‘Roma española’. No en vano, ilustres extremeños, como Godoy, quisieron hacer de ella la ‘nueva Pompeya’, emulando la labor de la corona española en estos yacimientos vesubianos.
Pero el destino quiso que fuera el siglo XX el que contemplara el resurgir de sus ruinas, que despertara aquel «niño dormido en los brazos de un gigante», como dijera Mariano José de Larra. El modesto Museo de Mérida, nacido en 1838 como pionero en los museos arqueológicos de la Península Ibérica, iba a verse enriquecido con los trabajos que, desde 1910, los arqueólogos José Ramón Mélida y Maximiliano Macías habían logrado poner en marcha.
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Las salas de una desamortizada Iglesia del Convento de Santa Clara se vieron inundadas de grandiosas estatuas procedentes del teatro, del mitreo o las necrópolis emeritenses. Y ya entonces, en los preludios de nuestra luctuosa guerra civil, se alzaron voces reclamando un museo más digno y acorde a la grandeza de aquellas colecciones únicas. La arqueología nacía como ciencia histórica, no solo se recuperaban obras, sino vestigios y complejos enterrados en el subsuelo emeritense por siglos.
En 1975, año del Bimilenario de la fundación de la colonia romana Augusta Emerita, el Ministerio quiso reconocer la singularidad de un legado patrimonial inigualable, y se creaba el Museo Nacional de Arte Romano. Sin saberlo, los emeritenses habían visto ascender su museo desde una esfera local hasta un ámbito nacional, porque su yacimiento y colecciones eran acreedores de tal proyección internacional.
En los primeros años 80, la joven ministra de Cultura Soledad Becerril encarga el proyecto del nuevo Museo emeritense al arquitecto Rafael Moneo, quien había impregnado su retina en Roma con las grandes moles latericias de la arquitectura imperial. José Álvarez Sáenz de Buruaga, verdadero hacedor del milagro emeritense tras sus más de 40 años dirigiendo el Museo, tutelará el nuevo proyecto, con la colaboración de José Mª Álvarez Martínez, que tomará el testigo en 1986, binomio al que se unen un nutrido grupo de jóvenes arqueólogos emeritenses.
Se ejecutará un proyecto novedoso desde el punto de vista arquitectónico y museístico. Es un edificio singular que salvaguarda parte de las ruinas, que se ubica frente al teatro y se alza como un signo clásico de los nuevos tiempos. Su canon, luz interior, volúmenes y diafanidad nos retrotraen a los escenarios monumentales de una cultura que es la base de Occidente, el mundo clásico. El resultado es una obra atemporal, en cuya raíz se palpa Roma.
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La visión museística es totalmente innovadora. El discurso lleva al espectador, de manera bastante sutil, por los hitos de la civilización romana. El público recorre las grandiosas salas dedicadas a los espectáculos, las religiones, el mundo funerario, la casa o el espacio público del foro, rodeado de magnas obras que rememoran estas facetas esenciales de la vida humana. Del mismo modo, las salas superiores, de dimensiones más humanas, exhiben piezas de pequeños formatos, objetos cotidianos que acompañaron a personas anónimas.
Y todo este caudal de obras, dispuestas en los muros de ladrillo de una extraordinaria mole, van narrando, casi susurrando al espectador, la importancia de la cultura que nos identifica, de la que heredamos lengua, derecho, política o comunicaciones. Son dos mil años de historia acogidos en un espacio sobrecogedor.
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La cripta arqueológica, en el subsuelo del edificio, permite realizar una inmersión en el tiempo; los visitantes se trasladan al pasado desde el presente, pisando los suelos que conformaron casas y necrópolis, de los que emergen sus muros todavía cubiertos de pinturas parietales que recuerdan los gustos y modas de sus propietarios. Unas entrañas del museo que transportan al espectador en una suerte de viaje mágico, iniciático.
El Museo Nacional de Arte Romano (MNAR), desde esta nueva sede, comienza una potente proyección internacional, y se difunde en todos los foros más destacados del mundo antiguo. El museo se alza como un emblema de romanidad, se mide con centros similares de Italia, Francia, Alemania, Portugal e Inglaterra, sin olvidar el norte de África y Oriente, remotos lugares del imperio romano que ven en el MNAR un espejo en el que mirarse. También las nuevas colecciones hispanas, como el Museo Thyssen o el Prado, de la mano de Moneo, beben de la fuente emeritense.
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Es un proyecto sucesivamente distinguido, tanto por su obra arquitectónica como por sus aportaciones al conocimiento del pasado antiguo, romano y visigodo. Su papel en la salvaguarda e investigación sistemática del yacimiento colaboran sin duda en su designación de Patrimonio Mundial en 1993. Además, el MNAR forma parte desde su origen de la vida cultural emeritense, y los ciudadanos lo perciben como algo propio, intrínsecamente unido al devenir de la ciudad y sus acontecimientos.
En el siglo XXI el MNAR refuerza su acción social. Es un escenario idóneo para cualquier evento que se quiera distinguir, siendo concebido como una marca de excelencia. Sus actividades trascienden lo meramente local, sin desdeñarlo, pero aportando un valor añadido al día a día emeritense. Y este valor se mide también en el impacto que el Museo supone para la economía. Las aperturas extraordinarias, las celebraciones emblemáticas, su maridaje con el Festival internacional de Teatro Clásico de Mérida, revitalizan el tejido productivo de una ciudad como Mérida.
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En este segundo decenio del siglo el MNAR tiene planteados muchos retos. Estamos inmersos en la renovación y ampliación del edificio, de la mano de Moneo. Este proyecto hará posible que el centro pueda ofrecer nuevos servicios y mejorar los existentes. También tenemos una densa hoja de ruta de afianzar nuestra presencia en el exterior, reforzando el papel de Lusitania romana por nuestra secular conexión con Portugal. La investigación es un objetivo imparable, porque nuestro prestigio está cimentado en los proyectos científicos del MNAR.
Y en un futuro no muy lejano debemos iniciar el proyecto de la nueva obra del Museo Visigodo, una colección que hoy se expone en nuestra histórica sede de Santa Clara, pero que pide paso hacia el futuro. Un futuro que nos convertirá, si la Administración nos apoya, en un centro patrimonial exclusivo y único.
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